¿Cuántas veces he perdido mi arco? ¿Cuántas veces – se pregunta Haru varias veces a lo largo de 380 maravillosas páginas – puede un arquero perder su arco?
He devorado el libro de Flavia Company en las seis primera horas de un vuelo que termina mientras escribo esto. Me he detenido en cada pensamiento y he sentido, como flechas lanzadas por el mejor kyudoka, como tocaba mi alma, mis recuerdos, mi presente, mis dudas.
Me he preguntado cuándo y cómo mis emociones se disfrazan de sentimientos; he interrogado al intruso interior que me pide buscar la aprobación externa; he revisado los últimos golpes que me he llevado, tratando de averiguar de dónde me alejan y a dónde me acercan; he reencontrado el pensamiento de la capacidad de no ser nada para poder ser todo; me he planteado el equilibrio entre lo que doy y lo que recibo; he pensado sobre la mentira que nace de la vergüenza y también sobre el miedo y la arrogancia; he discutido con el libro y conmigo sobre perfección y armonía…
La lista completa de todo lo que he encontrado en el libro sería enorme y una segunda lectura de Haru (merece, sin duda, otra y quizás más) empezará mañana.
Pero la idea de las veces que he perdido mi arco, de cuantas lo puedes perder, me mantiene alerta y me empuja a escribir.
¿Cuántas veces puedes dejar de ser tú mismo en nombre de una justicia, una ambición o una visión de tu mundo tan subjetivas como cuestionables? ¿Cuántas veces puedes renunciar a cruzar un umbral que sabes que te espera, dejando tu arco apoyado en una de las jambas como señal de un volveré incierto, o venderlo para pagar el billete de un tren convencional, razonable y aceptado que sabes que no es el tuyo? Y bien sé que ese tren, en mi caso, no mentiré por vergüenza, no siempre ha sido tan convencional, razonable, aceptado o hasta confesable. Tampoco siempre no lo ha sido.
Somos lo que hacemos. Tenemos intenciones, pero somos lo que hacemos. Hablamos, discurrimos y argumentamos, pero somos lo que hacemos. Mientras el arco está abandonado no eres un arquero por más que lo quieras ver como un descanso, una vela de armas o una merecida licencia. Cada vez que dejas tu arco, dejas de ser tú.
Lo he dejado más veces de las que quiero recordar. No juzgaré mis motivos, tal vez por no condenarlos, tal vez porque, lleguemos por el camino que lleguemos, sólo vivimos en el presente. También lo he empuñado otras muchas. Supongo que es lo mismo que cualquiera puede reivindicar para sí.
Es la segunda pregunta que se hace Haru la que me inquieta. ¿Cuántas veces puede un arquero perder su arco? ¿Cuántas veces puedes perderlo sin que tu esencia, ese Dharma* a menudo tan mal entendido, desaparezca para siempre? ¿Cuánto tiempo podemos permanecer en una vida que no es la nuestra sin que el hábito, la inercia, el confort y los compromisos nos cierren para siempre el camino de vuelta?
Nuestro camino siempre es de vuelta. Es la lucha por realizar el potencial que somos y siempre, sea inmaculados o cubiertos de barro y cicatrices, debería terminar con un sereno y triunfal “¡he llegado; estoy en casa!” gritado al cruzar el umbral y, como decía T.S. Eliot, ver el lugar del que partimos, nosotros mismos, como si fuese la primera vez.
Pero, como a Haru, algo me dice que hay un número finito de veces que podemos perder el arco, un máximo de tiempo que podemos pasar sin ser nosotros mismos, anestesiados por la ambición, el éxito, la carrera, el poder, las convenciones, las opiniones, la comodidad o aquello que para cada uno responda al concepto “lo normal”. Superado ese tiempo, creo, temo, que no hay ni forma ni fuerza para volver a empuñar el arco. Quizás es a lo único a lo que deberíamos tener miedo.
“¿Será cierto que cuando nos alejamos de lo que nos resulta confortable nos aproximamos a lo que somos de verdad?”
No va de acertar con un camino. La maestra de Haru repite, “nuestro destino no es el que creemos sino más bien lo que se nos cruza en el camino cuando nos desviamos por razones impensadas”. Va, la vida, de no soltar nuestro arco. O de volverlo a coger, no importa cuan alto sea ahora el precio o lo largo del tiempo transcurrido desde que, posiblemente ante esas razones impensadas, lo abandonamos.
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¿Hace falta que diga que recomiendo con toda pasión la lectura de Haru, de Flavia Company? Gracias, Estela (una de las catorce almas sobre las que escribí hace poco) por recomendármelo tú a mí
*Dharma: Naturaleza real y final de cada ser y, por ello, su destino. Pero no como camino predeterminado sino como la forma en la que debería ser.
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