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Cualquier maestro zen consideraría que a este texto le sobran ya trece palabras.
La acción surge del silencio.
No es que debamos no pensar, tarea imposible. Es que nuestros pensamientos más ruidosos nunca están enfocados. Responden a deseos, a urgencias, a emociones que piden más prioridad de la que pueden asumir.
Cuentan que un rey se trasladó con sus consejeros a un monasterio para allí, sin que nada les molestara, decidir si debían o no aceptar el acuerdo que un reino vecino les proponía. Firmarlo supondría muchos cambios en su forma de vivir. No firmarlo también traería perpetuar cosas que no les gustaban. Todos los días discutían sus ideas y a menudo acababan gritando o hablando todos a la vez.
En todo momento manejamos la tensión de lo que nos gustaría que ocurriese. Ese es el ruido que nos impide saber qué ocurre.
En todo momento manejamos la tensión de diferenciar lo bueno de lo malo. Ese es el ruido que nos impide saber lo qué queremos.
En todo momento manejamos la tensión de lo que esperan de nosotros y de lo que esperamos de nosotros mismos. Ese es el ruido que nos impide ser auténticos.
En todo momento manejamos la tensión de predecir el futuro. Ese es el ruido que nos impide confiar.
El más docto de los consejeros sugirió añadir a sus discusiones la consulta de los libros de la biblioteca del monasterio. La inteligencia y experiencia de todos ellos, combinadas con el saber ancestral almacenado en esos volúmenes, los llevaría a la solución, les dijo. Desde ese momento a los gritos y conversaciones cruzadas se sumaron el ruido de las idas y venidas a los estantes, las lecturas en voz alta de párrafos y párrafos y los golpes que anunciaban que alguien había cerrado un libro presa de la desesperación.
Sabemos que las decisiones difíciles, los dilemas, no dependen de la lógica, pero racionalizamos hasta el final. Coleccionamos información. Construimos relaciones de causa-efecto que sólo funcionan en nuestra mente. Nos olvidamos de que la vida no es lineal. Creemos que, como en el ajedrez, si pensamos lo suficiente, podremos predecir un gran número de movimientos. Queremos que todo sea lógico, aceptado, predecible, consensuado y controlable. Nada realmente importante reúne esas características.
Llegó el día en que se dieron por vencidos. No encontraban ninguna solución, así que no debía haberla. Continuarían viviendo como hasta ahora, con lo que les gustaba y con lo que no. La alianza, atractiva pero peligrosa, era una quimera: considerarla era huir de la realidad. Se prepararon para, simplemente, continuar afrontando su destino. El más docto, el mismo que recomendó usar la biblioteca, se volvió al maestro del monasterio, que hasta entonces les había contemplado en silencio.
–– Maestro – le dijo -, hemos leído en uno de tus libros, que, en muchas ocasiones, no queda sino aceptar la vida que te ha correspondido y fluir con ella. ¿No crees que ésta es una de esas ocasiones y que, por tanto, debemos resignarnos, olvidar el acuerdo que nos proponen y simplemente seguir con nuestra vida? Si el tratado fuera bueno, ¿no sería mucho más fácil decidir aceptarlo?
El mayor dilema es decidir cuándo luchar por lo que queremos y cuándo aceptar sin más lo que hay y tratar de sacar lo mejor de ello. ¿Es luchar empecinarnos por algo que tal vez no es más que un deseo egoísta? ¿Es aceptar conformarnos y vivir una vida que no queremos?
El maestro, en silencio, salió del monasterio y caminó por el campo. Sólo el rey lo siguió, sin saber muy bien por qué. Cuando se habían alejado unos pocos cientos de metros, el maestro preguntó al rey:
– ¿Escuchas el canto de los pájaros?
– Sí, maestro – respondió el rey
– Entonces no tengo nada que enseñarte – replicó el maestro.
Y, sin más, se dirigió de nuevo al monasterio.
Solo y en silencio el rey comprendió su dilema. Entendió que cualquier decisión que tomase implicaría un sacrificio, una incertidumbre y una esperanza.
Entendió que no puede haber un nuevo orden sin que muera algo querido del antiguo orden y que no se puede mantener lo antiguo anhelando algo de lo nuevo; si se decide esto último, es ese anhelo el que debe ser sacrificado.
Comprendió que tanto firmar el tratado como no fírmalo no tendría resultados, sino consecuencias. Imprevisibles; no por ello malas. Y, sobre todo, tan imprevisibles en un caso como en el otro.
Se dio cuenta de que la esperanza nada tiene que ver con los resultados, sino con mantenerse fiel a uno mismo.
En el silencio, el rey entendió que el dilema no es entre forzar y aceptar. Es entre ser uno mismo y dejar de serlo.
La única respuesta a cualquier dilema es elegir el camino que nos hace ser nosotros mismos. Surge de dentro y sólo en silencio podemos escucharla.
Epílogo:
Cuentan que cuando el rey comunicó su decisión, la mitad de los consejeros lo celebró y la otra mitad se opuso. Ante el silencio del rey, los dos bandos miraron al maestro reclamando su mediación.
– La trama a la que todos pertenecemos nos invita a seguir su flujo sin actuar – dijo el maestro – pero no actuar no es lo mismo que no hacer nada.
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Gracias por llevarnos de la mano al “sentido” . Gran artículo de pensamiento humano.
Qué preciosa reflexión y qué bonito escucharte. Gracias!