La diversidad puede crear al mejor y al peor equipo.
Cuanto más diverso es un equipo mayor es su potencial, para bien y para mal. Los equipos que peor funcionan están compuestos por personas muy diferentes entre sí. Los equipos excepcionales están compuestos por personas muy diferentes entre sí. Los equipos donde todos tienen las mismas experiencias, las mismas referencias y perspectivas pueden ser correctos, pero difícilmente excepcionales.
La diversidad, de entrada, es una dificultad que afecta especialmente a la capacidad de entender y hacerse entender.
Siempre que hacemos algo, por insignificante que nos parezca, ocurre algo. También cuando no hacemos nada. Siempre hay una consecuencia.
Un director de orquesta, en un video que uso con frecuencia en mis cursos, relata como uno de sus profesores le invitaba a no preocuparse tanto por los detalles al dirigir: “Simplemente haz así – explica que le decía, moviendo la mano derecha de arriba a bajo con una imaginaria batuta a la altura de su cabeza – y algo ocurrirá”.
Pero ¿qué ocurriría si la mitad de los músicos nunca hubieran visto una batuta o si para algunos de ellos el movimiento vertical de la mano significara silencio?
Todo lo que decimos, hacemos y no hacemos es un símbolo. Los que nos rodean interpretan los símbolos desde su propio esquema mental, no desde el nuestro.
La semana pasada trabajamos, buscando mejorar su rendimiento, con un equipo en el que se mezclan cuatro nacionalidades. Ingleses, franceses, españoles y portugueses. Y nosotros añadimos durante tres días una más; mi colega, Deepa Natarajan, es india. ¿Qué significaba para cada uno de nosotros un silencio, una ironía, una mirada, una risa o cualquier gesto?
La curiosidad no mató al gato. Fueron los sobreentendidos. La curiosidad lo habría salvado. Cada gesto, cada silencio, cada palabra… cada símbolo es natural y sencillo para quien lo emite, pero para el que lo recibe puede ser un misterio. Y los misterios sólo se resuelven indagando. Con curiosidad.
Para Deepa y para mí es fácil trabajar juntos pese a haber nacido y crecido en dos continentes distintos. Hay una parte de afinidad personal, un peso del tiempo que hace que nos conocemos y, quiero pensar, la influencia positiva de trabajar en liderazgo y cultura desde hace muchos años. Sin embargo, de vez en cuando, los símbolos se malinterpretan y tenemos que cruzarnos preguntas para deshacer malentendidos.
Decirle a alguien lo que has interpretado de sus palabras y gestos y cómo te ha hecho sentir, pidiéndole que te confirme si eso es lo que quería transmitirte es un ejercicio de vulnerabilidad. Y de valor.
Preguntar así siempre es difícil. Lo vemos en cada equipo multicultural con el que trabajamos. Primero requiere pararse y considerar la posibilidad de estar actuando desde un sobreentendido. Es un nivel de presencia y atención al que no estamos acostumbrados. Y para aclararlo no basta con un simple ¿qué quieres decir? que podría, a su vez, ser leído como agresivo o crítico. Hace falta explicar qué hemos entendido, con esa sensación de arriesgarnos al ridículo de demostrar que no hemos entendido nada. Y decir cómo nos ha hecho sentir, lo que implica vulnerabilidad, tanta más cuanto más negativa ha sido la emoción. Cada vez que, como esta semana, los participantes del taller nos comentan que es difícil, se lo confirmamos. Lo es.
A Deepa y a mí nos separa el sentido del humor. Los dos lo tenemos, pero en modos tan diferentes que me sorprende que la consecuencia sea la misma en las dos direcciones: los dos tendemos a tomar al otro en serio cuando bromea. Hemos gastado mucho tiempo aclarando ironías, bromas y segundas intenciones. Hasta que surgió un nuevo código. “Just kidding”. Con mis socios, con mis hijos, con mis amigos no tengo la necesidad de anunciar que bromeo cuando no digo algo en serio. Aunque Deepa es también amiga mía, con ella sí. Y ella hace lo propio. Sabemos que entre los dos necesitamos añadir ese “just kidding” detrás de una broma.
Los esquemas mentales desde los que surgen los símbolos y mediante los que se interpretan acaban por volverse comunes. Pero eso requiere mucho tiempo. Un tiempo que muchos equipos no pueden permitirse. Es necesario generar códigos comunes que anulen de raíz la posibilidad de malas interpretaciones. Restan frescura, pero reducen problemas.
Cuando, como era el caso esta semana, la diversidad del equipo incluye diversidad de lenguas, un código a considerar es evitar hablar con el doble sentido que, cada uno a su manera, tanto nos gusta a británicos y españoles y tanto desorienta a otras nacionalidades.
Otro ejemplo: la pasión con la que acompañamos a nuestras palabras puede ser para unos un indicador de motivación y para otros agresividad. Comprometerse a reducir la vehemencia y expresar el interés o la motivación con palabras, no con tono o gestos, es un código que requiere un esfuerzo extra a los más apasionados, pero que elimina muchos impactos emocionales negativos.
A medio plazo, códigos de ese estilo generan lo que solemos llamar tercera cultura (aunque en el caso de nuestro cliente de la semana pasada sería más bien la quinta): un nuevo conjunto de códigos que son la cultura del equipo, diferente de las culturas de procedencia de sus miembros, con independencia de que estas fueran culturas país, como en el caso al que me refiero, o las culturas empresariales de dos organizaciones que se juntan por fusión o adquisición (ahí, el ordinal “tercera” suele ser correcto).
Continua atención para detectar sobreentendidos, preguntar desde la curiosidad para resolverlos y comprometerse con nuevos códigos que faciliten y aceleren el proceso es lo que hace que los equipos diversos alcancen un potencial que siempre, bajo esas circunstancias, es superior al máximo que pueden alcanzar los equipos con una diversidad baja o nula.
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