Estaba cerca de cumplir diez años la primera vez que vi el mar. Aún hoy, la palabra puerto me trae la imagen de un paso entre montañas mucho antes que la de unos barcos junto a un espigón.
Montaña es hogar, igual que norte es refugio, con independencia del lugar en el que esté. Quizás por eso buen tiempo no parece significar lo mismo para mí que para la mayoría de las personas que conozco; para disfrutar de un sol brillante en un cielo azul, necesito primero haber tenido la ocasión de echarlo de menos.
Mañana me alejo de la costa rumbo a la montaña. He disfrutado estos días cerca del mar, pero la sonrisa mientras tecleo revela mis sentimientos. Montaña, norte, son parte de mis raíces.
Disfruto viajando y rara vez aparece en mí el deseo de volver a casa. Creo, además, que la vida es un viaje en el que nada de lo que aparece lo hace para quedarse. Aprendí sin embargo, y no sin esfuerzo, que en el viaje de la vida el origen coincide con el destino. Llegas cuando eres, y sólo para ser recorres los caminos a los que llamas viaje.
Uno de esos caminos es el que te permite abrazar tus raíces. Y es fundamental: sin ellas, el resto de los senderos son casi impracticables.