He tenido una estupenda conversación cenando. Ha fluido y hemos hablado de todo un poco, pero veo ahora un trasfondo implícito: ¿de qué hablan las personas? Las conversaciones que mantenemos dicen quiénes somos.
Hay quien habla preferentemente de sus logros, de sus problemas, de sus soluciones. De sus experiencias desde el punto de vista de cómo las afrontaron y cómo se desenvolvieron. ¿Hay quizás detrás una necesidad de aprobación? ¿La voluntad de sentirse admirado?
A veces la conversación se centra en los otros. En éste y aquél. En quién dijo qué de algún otro. En lo que hizo o dejó de hacer un tercero ¿Qué alimenta estos intercambios? ¿Genuina preocupación por nuestros semejantes? ¿Secreta envidia de los que se atreven a ser diferentes? ¿Reforzar nuestra manera de ver la vida? ¿Aunar opinión a favor o en contra de alguien? ¿Tal vez un tan simple como merecido desahogo?
A veces la conversación no merece tal nombre, pues no es sino una sucesión de quiebros sin más objetivo que el de provocar nuestra risa. Para mí, el humor siempre es bienvenido.
¿Cuantas conversaciones tenemos sobre ideas? Renunciando a la opinión consensuada y, ya de paso, a lo políticamente correcto. Hablando con franqueza de lo que pensamos sin prescindir del paso previo de pensar, inexcusable, pero a veces olvidado.
¿Cuántas conversaciones tenemos de cada tipo? ¿Cuánto tiempo se nos va en el afán que cada conversación representa? ¿Qué dicen de nosotros los temas de los que hablamos?
Elijamos nuestras conversaciones igual que elegimos los sitios que visitamos o la comida que ingerimos. Somos aquello de lo que hablamos (o cuando menos, nos convertiremos en ello).