Escribió Alain Danielou en El camino del laberinto:
«He acabado constatando que no puedo comunicar con personas que mantienen cualquier tipo de fe, tanto religiosa, política como artística. Estoy demasiado acostumbrado a una actitud abierta, siempre dispuesto a cuestionarlo todo, ya se trate de mitos, de moral, de la sociedad o de la ciencia. Me siento cómodo con la gente que, al menos en el plano del pensamiento, carece fundamentalmente de principios y tabúes.
Tagore, al igual que Max Jacob, estaba siempre dispuesto a reírse de sus propias afirmaciones, de las grandes palabras que acababa de utilizar (…). Pero la gente que en lugar de ser simplemente ellos mismos se atan a apelaciones, se creen cristianos, musulmanes, comunistas, demócratas, fascistas o socialistas, son para mí seres cuyo pensamiento está muerto y con los que me parece inútil tratar de comunicarse»
Lo leí hace años. Me pareció provocador. Hoy encuentro también un punto de soberbia que no merma mi admiración por Danielou.
Hay en todos nosotros una imagen de como somos. La idea de quién somos. Es la rotonda en la que confluyen nuestro yo ideal, nuestros instintos y la realidad. Es el ego.
Se ha puesto de moda una invitación, tan constante como mal entendida, a cuidar el ego. La palabra se asocia a excesos en la necesidad de reconocimiento y admiración. También a sentimientos y expresiones de superioridad.
Sin embargo, necesitamos un ego fuerte. Saber quién somos, ocupar nuestro centro. Eso es ego. Sano y necesario. La debilidad del ego lleva, en mi experiencia, bien a perder el rumbo y ningunearnos, bien a reclamar exageradamente reconocimiento, respeto y admiración: lo que curiosamente calificamos como exceso de ego. No es tal. Es tan solo buscar fuera lo que no encontramos dentro.
Coincido con Danielou, por eso empece con sus dos párrafos (y también porque esta reflexión me surgió al releerlos), en que identificarnos con una etiqueta mata el pensamiento.
Creo que todos conocemos gente que se traiciona y se pierde por atarse a una apelación, a un concepto o a una función (una religión, una nacionalidad, un cargo en una empresa). Tratando de personificar lo creen que deberían ser, se les nubla la la realidad y se alejan de lo que de verdad son. Y aparecen, a los ojos de los demás, como personas con las que no merece la pena tratar de comunicarse.
Es importante recordar que el antídoto contra lo anterior es un ego fuerte. Algo que no tiene nada que ver con apegarnos a etiquetas asesinas del pensamiento. Tiene que ver con saber quién somos (no qué somos). Con mantenernos en nuestro centro. Con manejar el difícil tráfico de instintos, ideales y realidad. Con vernos y reconocernos a nosotros mismos sin vestiduras ni cargos. ¿Quiénes somos sin ningún disfraz?
Cuidemos nuestro ego. Para hacerlo fuerte. Solo entonces podremos reírnos de nosotros mismos. Y de todo lo demás.
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