Buscamos seguridad. La reconfortante sensación de que nada ni nadie interrumpirá nuestro sueño por la noche. La certeza de que nuestro plato estará lleno, no ya mañana, sino el último día que podamos imaginar.
Veo a un pescador a punto de guardar su red en un saco. A su lado, sobre la arena, dos o tres pescados. Primero pienso que son las piezas desechadas. Enseguida me doy cuenta de que ese es todo el botín.
Podríamos vivir capturando cada día sólo el pescado que podemos comer. Creer que en el mar siempre habrá peces. Cuanto más pensamos en mañana más necesitamos acumular. Nuestra confianza en que encontraremos cada día lo que necesitamos es nula. Nuestra habilidad para aprovechar justo lo que encontramos, también. Nuestro miedo a que lo que encontremos nos dañe, enorme y, supongo, ancestral.
Hay más pescadores en la playa. Caminan arrastrando una red lanzada más allá de la rompiente. La manejan de lejos, treinta o cuarenta metros, tensando y soltando una cuerda siempre amarilla.
Igual que la ardilla guarda nueces y los zorros entierran comida, quizás nuestra especie está diseñada para acumular. Nos gusta pensar que respondemos a un plan superior que a la larga nos reunirá con lo que cada uno entienda por su divinidad. O que no hay tal ente superior ni más plan que el nuestro. Tal vez respondemos sin saberlo al más básico de los planes: que la especie perdure, y por eso acumulamos como la ardilla o el zorro.
Uno de los pescadores se para a pocos pasos de mí. Detecta mi presencia, pero sigue atento a su red. Tiro un par de fotos incómodo, sintiendo que rompo el momento y pensando que ya arreglaré en lo que pueda el encuadre y la luz. El hombre llega a mi altura. Vuelve a mirarme. Me llevo la mano derecha al pecho, inclino un poco la cabeza y articulo un “namasté” sin sonido. Él responde con los mismos gestos. Te veo. Te reconozco. Somos lo mismo.
Si algo nos caracteriza es la desconfianza, que no es más que otra manera de llamar al miedo. Cada euro en el banco, cada camisa que no está puesta o lavándose, cada por si acaso, cada día con la persona que no es pero que aporta seguridad, cada pájaro en mano perdiéndonos la aventura de volar con los otros cien, habla de nuestro miedo.
El pescador pasa frente a mí. El tiro de cámara es ahora perfecto. Luz dura para resaltar su gesto adusto, para captar su cuerpo tallado por los años y el trabajo, para contrastar su piel oscura con su traje de baño raído y azul, sus dedos casi negros con el amarillo de la cuerda que centra toda su atención. Pero no muevo la cámara. Sería ofensivo sólo el gesto. Pienso que para él cada captura importa. También que a poco que el monzón recobre fuerza, no podrá salir a pescar.
Hay un mundo, el nuestro, en el que la supervivencia está asegurada. Quizás por instinto pensamos que nos esforzamos por nuestras vidas, pero en realidad ya sólo lo hacemos por nuestro estándar de vida. Nuestro miedo ya no es a que alguien irrumpa por la noche en nuestro refugio o a que el mar nos niegue los peces. Nuestra pesadilla es tener menos, vivir peor. Y menos o peor sólo tienen sentido comparando. ¿Menos que antes? ¿Peor que quién? ¿O es menos o peor que un impreciso “lo que me gustaría”?
El pescador avanza unos pasos más. Sus ojos fijos en el mar, en el lugar donde está hundida la red. Mueve el brazo derecho para tensar y destensar la cuerda amarilla. Tiro una foto sabiendo que será tan mala como las anteriores.
Nos mueve el mismo instinto de la ardilla o el zorro, pero distorsionado por un desenfoque de la realidad. Alcanzada la supervivencia buscamos algo más. Pero como no conocemos ese algo tiramos de instinto ancestral e intentamos llenar el vacío con exceso de supervivencia. Sin éxito.
Aquí, en India, donde soy un intruso blanquecino con una cámara, era tradición irse al bosque una vez cumplidas las etapas vitales de crear una familia y sacarla adelante. Ignoro si aún alguien lo hace. Irse al bosque era dar por cumplida la contribución a la supervivencia de la especie y partir a encontrar ese algo más que no tiene nada que ver con acumular, ni con más ni mejor. Era darse cuenta de la inutilidad de dar más vueltas a la misma rueda. Era evitar seguir viviendo año tras año el mismo año y partir en busca del sentido del viaje por esta tierra.
El pescador sigue a pocos metros de mí. Le veo hurgar en su saco sin desatender la cuerda amarilla. En un solo gesto se lleva un cigarrillo a la boca y deja caer sobre la arena la cajetilla ya vacía. Prende el tabaco con un ojo en el mar, tose y se aleja unos pasos más manejando su red.
Suele ocurrir que, si observas durante suficiente tiempo, la poesía se convierte en prosa.
No creo en la vuelta al pasado ni en la exportación de religiones o culturas. Nosotros, occidente, no podemos irnos al bosque. Quizás ya ni siquiera India puede. Nos es tan ajeno como esa cajetilla de cartón debería serlo a la arena de la playa.
El camino para romper la rueda y no vivir año tras año el mismo año está en encontrar aquello, un empeño, una vocación, una causa, por lo que merezca la pena arriesgar economía, relaciones o reconocimiento. La supervivencia, más allá de la que lleva a cenar y cobijarse esta noche, motiva a los que no tienen nada por lo que vivir y nunca alcanza a llenar su vacío. Las crisis personales son el tedio de seguir dando vueltas a la misma rueda y no se resuelven dando vueltas mejores o más rápidas.
Romper la rueda es encontrar el empeño, la vocación, la causa, que nos permita responder con autenticidad y decisión a la pregunta ¿qué vida te merece la pena vivir?
Y entonces, el mar siempre nos trae peces.
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Bufff , muy inspirador, sin duda.
Me alegro Paula. Muchas gracias
Tremendo!
gracias!
Muchísimas gracias!
una maravilla…lo leí hace tiempo y hoy, al recordar de nuevo esa idea, tuve ganas de volver a ser (como) ese pescador. Gracias por expresarlo tan bonito!