Una amiga me contaba hace poco cómo observaba el espacio que iban encontrando sus hijos en función de su forma de ser y, sobre todo, de sus talentos.
Creo que ayudar a cualquier persona (no sólo a los niños) a identificar su talento es el mejor regalo que puede hacerse. A menudo no nos damos cuenta de qué es aquello que hacemos realmente bien. Más a menudo aún no sabemos cómo ponerlo al servicio. A nuestro servicio y al de la comunidad.
Vivimos un sistema que nos invita a tratar de ser suficientemente buenos en todo. Así, trabajamos más en mejorar en lo que no se nos da bien que en ser excelentes en aquello en lo que destacamos de forma natural.
Medimos la bondad de las oportunidades por el resultado potencial (qué carrera tiene más salidas, qué empresa nos ofrece más proyección, qué posición nos da más opciones de carrera) y nos olvidamos de preguntarnos dónde nuestras habilidades naturales pueden brillar, desarrollarse y contribuir más.
Las personas de mayor éxito profesional que conozco tienen en común preguntarse con frecuencia: ¿qué es lo que yo puedo hacer realmente bien? También conozco personas que, sin ser conscientes del potencial que desaprovechan, relegan su talento a sus aficiones y dejan que la búsqueda de resultados guíe su profesión. No suelen ser, estas últimas, ni exitosas ni felices.
Nuestra responsabilidad es cultivar eso en lo que somos realmente buenos. No hace falta, ni suele ocurrir, que seamos los mejores del mundo en ello, ni que sea un talento artístico o creativo; la mayoría de las veces es sencillo y, además, nos hace disfrutar. Nuestra responsabilidad es cultivarlo, decía, y, más importante aún: ponerlo al servicio.