Somos animales sociales. Buscamos establecer lazos, recelamos de las personas cerradas y nos importa conocer y reconocer a otros. Ver y ser vistos.
Cuando alguien nuevo aparece en nuestras vidas sabemos lo que hay que hacer: conocerse. Empezamos a colaborar con un compañero, a trabajar con un nuevo cliente, un amigo nos presenta a su nueva pareja o alguien, de la forma que sea, irrumpe en nuestro círculo; damos los pasos oportunos: charlar, escuchar, mostrarnos… La capacidad social es la ventaja competitiva de nuestra especie. Quizás, como afirma Yuval Noah Harari en Sapiens, la ventaja definitiva frente a las otras especies de homínidos a las que ganamos la partida en la evolución.
La tecnología ha elevado a la enésima potencia esta capacidad. Hoy en día podemos, casi en cualquier circunstancia, estar conectados a otro ser humano. Intercambiar opinión, experiencia. Incluso mostrar el paisaje que tenemos delante o la comida que estamos a punto de degustar, sin necesidad de largas descripciones escritas y sin espera. Estamos en conexión permanente con una red de personas cada vez mayor.
Hemos llevado al límite nuestra habilidad estrella. Y disfrutamos, como sociedad y como individuos, de nuestro logro. A fin de cuentas, inferiores físicamente a un gran numero de animales, nuestra fuerza ha residido durante milenios en esa capacidad de relación. En la tribu, no en el individuo. Somos la consecuencia de esa ventaja: nuestro afán de aumentar la tribu (crecimiento, conquistas, alianzas) y de mantener la conexión (de los correos de postas a internet) no viene sino de ahí.
Pero hay una desventaja. Como en todo, supongo. Hace más de trescientos cincuenta años, el matemático francés Blaise Pascal escribió: “todos los problemas de la humanidad derivan de la incapacidad del hombre para sentarse solo y tranquilo en una habitación”. Nada nuevo bajo el sol. Nada, en nuestra condición, pero mucho en nuestros medios. La tecnología nos ha dado una conexión social permanente que compite por nuestro tiempo de conexión con nosotros mismos. Y gana sin asomo de esfuerzo.
Aquí viene la paradoja. La comunicación permanente es nuestra ventaja diferencial como especie. Sin embargo, el recogimiento en uno mismo ha sido clave en los grandes avances, tanto técnicos como humanos.
Kekulé dijo haber intuido la estructura del benceno en una ensoñación; Newton afirmó haber concebido su teoría de la gravedad “sentado en el campo, en actitud contemplativa»; Tesla aseguraba “conectarse al lugar en el que están las ideas”; Arquímedes tuvo su particular eureka en el momento de tomar un baño… Esas y otras muchas historias de “momentos ¡ajá!” tienen una palabra en común: soledad. Y, por cierto, ninguna habla de esfuerzo intelectual, sino de un momento de aislamiento y tranquilidad, alejado de intensas discusiones. No me cabe duda de que sin el trabajo previo esas ideas no habrían llegado. Pero está claro que hizo falta algo más.
Ocurre igual con la espiritualidad. Creamos o no en algo superior a nosotros mismos, es factor común a los líderes espirituales la soledad transformadora. Y no podemos negar su impacto en la historia y en la sociedad actual. Buda se sentó solo en meditación, con la firme determinación de no moverse, cuando accedió a lo que se conoce como liberación. Jesús no se hizo acompañar por sus discípulos al desierto. Los ritos iniciáticos de múltiples culturas y religiones, incluso los rituales que marcaban el fin de la infancia y abrían la puerta de la edad adulta, se abordaban en solitario. Por no mencionar la vela de armas de los caballeros.
Sin embargo, la habilidad de estar solo es algo que no nos enseñan. La soledad es, en nuestra sociedad, un mal a evitar y, cuando elegida, resulta por lo menos sospechosa. La adicción a la distracción, cristalizada en una conexión múltiple y permanente, tiene estatus de normalidad (¿cuán lejos de ti tienes el teléfono móvil mientras lees esto? El mío, lo confieso, reposa junto al ordenador mientras escribo).
Muchos cambiaremos el ritmo en agosto. Poco trabajo o, con suerte, descanso total. Algún viaje, quizás gente con la que no compartimos tiempo a menudo y hábitos diferentes. ¿Por qué no incluir un tiempo para estar deliberada y realmente solo?
No se trata de un aislamiento físico. No tener a otras personas cerca, igual que disponer de un entorno sereno en el que nada compita por nuestra atención, ayuda. Lo más importante, sin embargo, está en nuestra mente. Repasar una conversación, imaginar otra que tendremos, decidir que si ocurre tal haremos cual, no es sino reproducir la actividad habitual. La neurociencia ha demostrado que, a efectos de consumo de energía y generación de emociones, esa actividad mental es idéntica a mantener de verdad esas conversaciones o tomar esas decisiones.
Para que ocurra lo que sólo puede ocurrir cuando estamos solos, es necesario detenernos y escuchar. No caer en la tentación de distraernos ni por aburrimiento ni por miedo a lo que surge cuando por fin nos observamos en soledad. Dejar que ideas, conexiones y sentimientos emerjan, sin más afán que el de ver qué es eso que ocurre sólo cuando estamos solos. Si te decides a probar y te apetece, puedes compartir tu experiencia aquí.
Para acompañar esta reflexión (nunca para ser distracción en un momento de soledad), ¿qué te parece Hello Alone, de Charlie Winston?
Gracias Regino por tu maravillosa reflexión de lo que pasa solo cuando estamos solos. Tras tu lectura me viene a la cabeza la idea de la quietud, y aquí la dejo. Solo cuando estoy sola es cuando encuentro la quietud.
Es la quietud que aparece en mis momentos de soledad deliberada la que produce el efecto de que todas las pequeñas luciérnagas llenas de información que navegan por mi cuerpo y mente se paren y se posen. Desde esa quietud, ya posadas sus luces, que habitualmente solo me proporcionan ráfagas o fogonazos al estar en constante movimiento, soy capaz de reconocerlas y tras ello conectarlas dentro de mí. Desde la quietud soy capaz de conectar cuerpo y mente, razón y emoción. Aparece ese estímulo o lucidez repentina con la que se conciben las ideas y reflexiones que contribuyen al buscado bienestar y que sirven al proyecto vital de cada ser.
Qué bonito comentario Sol. Muchas gracias!
La soledad esta infravalorada, cuando la experimentas te das el privilegio de conocerte un poco más, y de tomar decisiones que tienes aparcadas hace tiempo, no sé si es eso lo que a veces puede generar miedo, o inquietud.
¿O es el miedo a no sentirte acompañado continuamente?, ¿ pero cuantas veces puede pasar que estés acompañado y sin embargo sentirte solo?
Por otro lado es muy gratificante sentirte pleno en tu soledad. tener cerca a las personas que quieres es otro privilegio, pero es importante que eso no nos robe todo el tiempo sin dejarnos nada para nosotros.
Yo hablo sin demasiada experiencia pero iniciándome en el conocimiento de mi misma y con ganas de más.
Espero que esa inquietud o miedo no pesen demasiado, pero de momento a por ello 🙂
Gracias por estas reflexiones que sin duda son gran ayuda.
Muchas gracias, Paula.
En tus palabras se ve que no eres tan principiante como dices en el conocimiento de ti misma. Como tú dices, a por ello.