La yatori me mira con una sonrisa. Agita una de mis flechas saltándose el protocolo. No necesito más explicación. Otra flecha despuntada. Ya he perdido la cuenta de las que han corrido la misma suerte hoy.
Miro de reojo al cesto. Plumas blancas y adorno verde: el último par que me queda.
El Maestro, que además de enseñarnos Kyudo, fabrica y repara las flechas, tardará un poco en tener de nuevo listas algunas de las que llevo rotas. Aunque no me toca, me coloco el primero para volver a entrar a tirar. Quien entra el primero es yatori en la siguiente entrada; en vez de tirar recoge las flechas de sus compañeros.
Acierto. Una de las blancas y verdes vuelve también sin punta. El Maestro tendrá tiempo de repararme alguna flecha. Me siento para quitarme el guante. Bromeo sobre mi suerte con mis compañeros de Dojo. No hay nada en los tiros que explique tanta punta rota. Pero, una flecha, una vida, nada en el Kyudo es trivial.
Una flecha, una vida. ¿Cuántas flechas te quedan, arquero? Cualquiera puede ser la última y no lo sabrás hasta que no puedas tirar la siguiente. La última es siempre un recuerdo. Cuando es presente es sólo la de ahora.
“Sólo la de ahora”, me repito con sorna. Una flecha más, que sólo será especial si se convierte en la última. ¿Tiraría igual una flecha si supiera que es la última? Cada decisión cambia nuestra vida. ¿Decidiría lo mismo hoy si supiera que estoy ante mi ultima oportunidad de cambiar mi vida? Una flecha, una vida.
Recojo las flechas y las devuelvo al cesto. El Maestro aprovecha para hablar conmigo. Ha notado que cuando tenso el arco mi mano derecha, sobre la cuerda, se mueve antes que mi mano izquierda, la que sostiene la empuñadura. Es sutil. Ambas se mueven prácticamente a la vez, creando la tensión. Pero la diferencia es grande. La intención debe ir hacia el blanco. La resultante de todos los movimientos debe proyectarse hacia el blanco. La mano que empuja el arco hacia delante debe anticiparse a la que tira de la cuerda hacia atrás.
«¡Hai!», respondo. La protocolaria y escueta confirmación. «Sí. He entendido. Me esforzaré por aplicarlo». Las palabras estorban.
Una flecha, una vida. ¿Hacia donde se están proyectando tus decisiones, arquero? Lo pienso mientras me siento para volver a ponerme el guante. Si pudiera mirarme, me miraría con fastidio. No es momento de pensar. Pero sé que la pregunta es buena.
Podría pensar que la mano derecha, moviéndose hacia atrás con la cuerda atrapada, es lo que tengo, lo que me sostiene, lo que me alimenta. Me da la energía para decidir y avanzar. Pero para que la flecha vuele, esa mano debe abrirse y soltar.
Podría pensar que la mano derecha, hacia atrás con la cuerda, son mis conocimientos y mis recuerdos. La persona que he construido viviendo. Pero para que la flecha vuele, esa mano debe abrirse y soltar.
Podría pensar que la mano derecha son mis miedos, mis dudas, lo que me lastra. Eso que me hace decir “no puedo”. Para que la flecha vuele hay que alejar esa mano de la que empuja el arco hacía la diana. Crear y soportar esa tensión hasta que la mano derecha se abra y suelte.
No es sabio contar con quien te dice “no quiero”, pero ¿qué harás, arquero, con quien te dice “no puedo”? ¿Merecerá una flecha que no sabrás si es la última hasta que sea un recuerdo? ¿A qué otro blanco no volará esa última flecha? Vivir, decidir; elegir y renunciar.
¿Qué harás, arquero, ante tus propios “no puedo”? ¿Conseguirás que tu intención se proyecte hacia el blanco o será la mano que sujeta la cuerda la que fije tu atención? Una flecha, una vida.
El lazo morado de mi guante ya está ajustado. Recojo el yumi, el largo y ligero arco de bambú, y veo cuatro de mis flechas ya reparadas. Dejo dos en el cesto y con las otras, pluma negra, adorno rojo, me preparo para una nueva entrada.
No tires tu flecha pensando que es la última. No tires tu flecha ignorando que puede ser la última. Una flecha, una vida.
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