Hay cuatro cuervos a la puerta de mi cabaña. Giran la cabeza, caminan; no parezco importarles lo más mínimo. Tampoco ellos parecen tráerme ningún mensaje de Apolo.
El mozón ha dado un respiro al sol. No durará. Entro en la cabaña. En el interior el aire es denso, igual que el de fuera. Lo cuervos siguen ahí cuando regreso.
Me siento un inquilino de la montaña mágica de Mann. Pero esto no es Davos sino Kerala, estoy al borde del mar y sospecho que si me metiera en el agua no notaría más humedad de la que noto en tierra.
Los cuatro cuervos parecen custodiar mi cabaña. Como no tengo Corónide que pueda suscitar los celos del dios, me pregunto qué será lo que interesa a Apolo.
Tal vez cada cuervo traiga un mensaje para cada parte de mi ser. Aprendí hace poco una forma de mirar al ser humano (de mirarme a mí mismo): a través de cuatro caras de un poliedro cambiante.
La primera es el Cuerpo. Miro inquisitivo a uno de los cuervos. No debería tener nada que reprocharme. En esta montaña mágica plana y al borde del mar sigo un retiro ayurvédico. Nunca cuidé mi cuerpo tanto como durante estos días, guiado por una medicina ancestral que se basa en la prevención. He aprendido que la tradición es que las familias paguen mensualmente a su médico ayurvédico para mantenerles sanos. Si un miembro enferma, el médico deja de recibir sus honorarios hasta que todos vuelvan a gozar de salud. Su filosofía no puede estar más clara.
Así que, cuervo, puedes informar a Apolo de que con Cuerpo estoy cumpliendo mi parte del trato.
La segunda es Intelecto. Nuestra poderosa razón. Nuestra capacidad de prever y planificar aquello que rara vez ocurre. También nuestro genio para actuar frente a lo que ocurre de verdad. Su función más alta: la búsqueda de la armonía.
Pero Intelecto también prejuzga, argumenta lo indefendible y, con cansancio lo escribo, parlotea: reproduce e inventa conversaciones, da explicaciones que nadie le ha pedido, opina, cuestiona, critica…
Miro al segundo cuervo, que me ignora deleitado por algo que picotea en la hierba. Tal vez su mensaje es una pregunta sobre mi parloteo interno. En mi descargo, respondo al insolente cuervo, diré que mantengo a Intelecto en su sitio con dos horas diarias de meditación.
Pero si los cuervos sonrieran, este sonreiría. De medio lado, para completar mejor el efecto. ¿Qué ocurre las otras veintidós horas? ¿Cuántos escenarios futuros planificas, guardas y descartas al día, hablando contigo mismo, entregado a la actividad de Intelecto y perdiéndote todo lo demás? Dejo que el pajarraco siga picoteando sin replicar. Si su jefe es Apolo no resultaría sabio argumentar sin razón.
El tercer cuervo ladea la cabeza esperando su turno. ¿Qué puedo responderle de mi Ser Emocional? Es el responsable de nuestros sentimientos. No sabe de tiempo ni de espacio, por eso podemos sentir en cualquier momento cualquier cosa que haya ocurrido en nuestra vida. Pone en juego nuestras emociones . Y yo me siento en contacto con ellas, cuervo.
La clave, me replica el cuervo con desgana mientras acomoda sus alas, está en vivir plenamente cualquier emoción en el presente, identificándola y entendiéndola, pero sin quedarte aferrado a ella. Cuando el Ser Emocional se vuelve niño se queda enganchado en emociones que no son del presente. Como para él no existe el tiempo, puede ser de un pasado tan remoto que Intelecto ya olvidó las situaciones que las causaron. Pero para el Ser Emocional la emoción está a mano y la recupera ante cualquier insignificante coincidencia entre el presente y un evento pasado. Surgen entonces, sin que nos demos cuenta, el miedo, la culpa, la confusión, el resentimiento, la ira… Y para evitarlos respondemos con los comportamientos que aprendimos en aquel pasado, que nada tiene que ver con lo que realmente estamos viviendo ni con nuestros recursos actuales para manejarlo.
Estoy en ello, respondo al cuervo con aplomo.
El último cuervo se ha subido a un mojón. A él le queda preguntar por mi Esencia. Por quién Soy. No me apetece jugar a Vichara con un cuervo. El juego, antiquísimo, consiste en contestar repetidamente a la pregunta “¿quién eres?” y desechar cualquier respuesta que se refiera a algo impermanente. Nada que pueda cambiar es nuestra Esencia. Nuestro cuerpo, nuestra inteligencia, nuestras creencias, nuestros roles, nuestra forma de ser, nuestro carácter… Todo eso cambia y puede ser cambiado. La Esencia no. Una vez, hace tiempo, con uno de mis primeros Maestros, llegué a responder: “soy lo que se da cuenta”. Y no quedó el Maestro satisfecho del todo porque sospechó que en mi respuesta había más cabeza que alma.
Los cuatro cuervos levantan el vuelo. Tal vez vuelvan a informar a Apolo o quizás, como se dice que hacían con Odín, vinieron hasta aquí a traerme reflexión y memoria.
El sonido del mar sigue llenándolo todo en esta plana montaña mágica.
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