La memoria juega malas pasadas. Recuerdo, casi veo, el libro de texto. Lugar: mi primer colegio: el Neil Armstrong. El texto, corto, quizás un extracto, describía la belleza de un pueblo. Juraría que de Castilla (así que mi primer candidato a autor de la cita con la que titulo es Azorín). A medida que se sucedían los párrafos el narrador se acercaba al pueblo (reconozcamos que también puede ser de Machado). Ya cerca, entrando en él, lo feo y lo incómodo del lugar ganaban la partida. Concluía el texto de mi libro: «a menudo, al acercarnos, la poesía se convierte en prosa» (a Baroja no me suena… pero por poder ser…).
Hoy, en Barcelona, poco antes de visitar el Museo del Diseño, he estado por primera vez cerca de la Torre Glòries. Desde lejos siempre me había gustado: imponente, llamativa, brillante. Hoy, de cerca y siguiendo la metáfora: prosa. Y ni siquiera buena prosa (que nadie se de por ofendido: cuestión, como todo, de gustos, y sin ninguna pretensión de arbitro de la elegancia por mi parte).
¿Con cuántas situaciones, relaciones y personas nos pasa lo mismo a lo largo del camino? Cómo el difuminado de la distancia nos da una idea y la precisión de la cercanía otra.
Al acercarnos, a menudo, la poesía se convierte en prosa. Primero, porque nos engañamos suponiendo e interpretando lo que en realidad aún no vemos. Segundo, porque contraponemos todo a nuestra expectativa, a nuestra dualidad bueno-malo. Tercero, porque a veces (no diré, aunque he dudado, a menudo) acercarse, lisa y llanamente, no merece la pena.
¿Te has sentido así alguna vez? No con un edificio. Con personas, con situaciones.
Y, no tan importante, pero para contribuir a mi paz mental: ¿alguien recuerda quién escribió esa frase? En esta ocasión google no me ha sacado del apuro.