Londres es el olor a deli de la estación Victoria y desayunar salchichas por más que me había jurado no volver a hacerlo. Imparto un curso aquí de miércoles a viernes. El fin de semana tengo planes para ir a Salisbury, quizás a Bath y seguro a Stonehenge. Y ahora me arrepiento del plan ¿Qué tiene Londres, una ciudad abarrotada, para que un tipo con alergia a las multitudes y querencia por piedras y árboles quiera quedarse por aquí?
Deshago mis pasos y encuentro una clave en la estación Victoria. Más bien en lo que hice nada más llegar. Pararme. Mirar. Sentir. Ni siquiera preguntarme qué me atrae tanto de esta ciudad o, ya puestos, por que me encantan las estaciones de tren. Hay lugares que, sin razón conocida, me hacen fácil estar presente. Mirar sin buscar. Atender.
Caminando hacia el hotel ocurrió lo mismo. En la estrecha Tothill Street vi un pájaro recortarse contra un cielo más propio de Madrid que de Londres. Recuerdo lo que pensé en ese momento. La captura del instante. Atender.
No hace mucho una amiga (gracias, Rosa) me interesó por los haikus. Tres versos, muchos en 5-7-5 y muchos en casi cualquier otra métrica porque no es eso lo que importa. Lo que importa es que describen un instante. Tres versos que dicen lo que hay: el olor a comida para llevar y las personas que deambulan por una estación; un pájaro en un cielo azul enmarcado por edificios grises… Pero lo dicen de la forma, yo no sé ni intentarlo, en la que cualquiera que lo lea sentirá lo mismo que sintió quien lo escribía. Como una buena fotografía, pero en tres versos. Tres versos que empiezan a escribirse cuando el haijín, el poeta, contempla, presente, una situación vulgar, cotidiana, repetida. Una situación que sólo es especial porque él le presta atención. Atender.
Nuestro mayor egoísmo gira en torno a la atención. La valoramos: “pregúntale al de recepción, que es muy atento”, escribimos a nuestros amigos mientras el de recepción se afana por decirnos vaya usted a saber qué. La reclamamos en las conversaciones: queremos que nos escuchen cuando hablamos, que, a fin de cuentas, para eso hemos interrumpido a nuestro interlocutor. Nos parece lo mínimo exigible cuando nos quejamos airados de que ni siquiera hayan tenido una atención con nosotros después de causarnos un problema. Y, a veces, hacemos locuras por llamar la atención de alguien. No seré yo quien tire la primera piedra.
Sin embargo, ¿cuánto tiempo permanecemos atentos? A lo que hay, no a lo que esperamos que haya. A lo que nos dicen, no a lo que nos gustaría oír. A lo que nos preguntan, no a lo que vamos a responder. A la realidad que nos rodea, no a las conversaciones internas de nuestra mente.
Antes de un buen haiku y antes de una buena foto, hay una mente atenta a lo que se encuentra. La habilidad de expresarlo en tres versos o la de ajustar velocidad, apertura y encuadre antes de que el momento se desvanezca pueden estar al alcance de sólo unos pocos. La capacidad de atender a lo que hay y sentirlo es de todos.
Es la misma habilidad que pone en juego quien ve algo que nadie veía y resuelve un problema; quien encuentra y tira del cabo que desata el nudo de un conflicto en una reunión; quien se da cuenta de cómo te sientes y te dice la palabra que te devuelve el ánimo; quien nos parece admirable porque siembre sabe cómo estar y qué hacer. No es exclusivo de poetas y fotógrafos. Tampoco de místicos. Es de todos y a todos sirve.
Hay lugares, también personas, que, no sé por qué, me lo ponen más fácil. Me inducen a estar presente y atento. Londres es quizás el más insospechado. Lo cierto es que por eso me siento bien aquí.
Estando aquí, no en Londres, en dónde para cada uno y en cada momento es aquí, el estrés, ese estado de tensión sostenida ante una amenaza que está en el pasado, en el futuro o en nuestra imaginación, desparece por la sencilla razón de que la amenaza no está aquí.
Estando aquí, en el momento y en el lugar dónde realmente estás, las decisiones, por supuesto las grandes, pero sin olvidar la importancia de las cotidianas, están enfocadas y responden a la realidad; son mejores.
Estando aquí puedes vivir lo que sientes, con toda la intensidad emocional que tenga, sin peligro de que esa emoción te atrape y te traicione, porque en el siguiente aquí, si sigues presente, atento, esa emoción ya no estará.
El camino a la felicidad pasa por estar siempre en la disposición de escribir un haiku. Aunque no tengamos la más mínima idea de como escribirlo.
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