En algún lugar tiene que haber una ley, o al menos una teoría, que corrobore lo que voy a escribir. Tal vez en un manuscrito antiguo próximo a ser descubierto por un bendito azar o quizás en un cajón del más moderno y reputado instituto científico, avanzando en el proceloso sistema de publicaciones técnicas. Pero de que la hay, estoy seguro.
Por eso, mientras aguardo confiado la explicación teórica, afirmo desde el conocimiento empírico que los lugares se cargan con la intención de las personas que los visitan o habitan. Sólo eso explica que un pequeño santuario con siglos de personas buscando en él algún tipo de verdad sobre la vida nos sobrecoja, por más que su arquitectura o belleza no supere objetivamente a la de un sótano vulgar, mientras que una catedral repleta de ojos vacíos que la contemplan sólo porque una guía afirma que nadie se la puede perder, nos resulte perfectamente olvidable.
Estuve en Praga este verano. Cinco días. Recuerdo mi primera vista, cuando allí nadie hablaba inglés, los trozos del muro, en Berlín, apenas empezaban a venderse de primerísima mano y por quinientas pesetas (sí, pesetas) cenabas en un buen restaurante. Quizás me hago mayor o sufro un pasajero, espero, ataque de nostalgia, pero esta vez me fue imposible encontrar en Praga lo que sin duda tuvo. Ni rastro del latido de la historia. La ciudad está impregnada del espíritu del selfie, embebida en la intención del viajar fácil, barato y vistoso. Si siempre hubiera sido así, Kafka habría convertido a Gregor Samsa en el increíble hombre-bicho (the amazing bug-man, que queda más comercial). Tal vez Alfons Mucha habría dibujado el cómic. Y muchos habríamos ido a ver la película. Pero no a Praga.
Sé que mi experiencia en Praga no es más que una opinión que muchos no compartirán. No es importante. Me interesa más la base de la teoría. Los lugares se convierten en aquello para lo que los usamos. Los cargamos y los descargamos con el asombro, el recogimiento, la euforia, la indignación, la exaltación, el aburrimiento, la amargura, el desafío, la seguridad, el atrevimiento, el orgullo, la fortaleza, el interés, la apatía, la confusión, la debilidad, la aprensión, el terror, la admiración, la calma, el descontento, la serenidad o la curiosidad con los que los visitamos. Sacralizamos y desacralizamos lugares a base de los repetidos impactos de nuestra intención y nuestra emoción. Y por sacro me refiero a lo digno de veneración o respeto. A la frontera con lo sobrenatural incluso, pero sin la intervención de las religiones formales.
Lo experimentamos en todas partes. En un lugar histórico lo buscamos pero cuanto más visitado es el sitio más fácil es la decepción de no encontrar lo que esperábamos. En el resto de lugares nos sorprende. En casa de un amigo notamos confianza. En la de otro aprensión. En una sala de reuniones impaciencia, en otra atrevimiento, en la sede de una empresa temor y preocupación y en la de otra inquietud y osadía… Y no es puntual, no es sólo por el momento. Impregna el lugar y nace de los sentimientos e intenciones repetidos de los que viven o trabajan allí. No es permanente, pero no cambia con facilidad. Y es contagioso; se nos pega.
Hay quien se refiere a ello como energía. Y ya que la energía es la capacidad de la materia para producir trabajo, no está mal tirado: la emoción es lo que nos mueve. Pero se puede expresar mejor.
Está de moda mencionar la energía de la sala cuando impartes un taller; la energía de un equipo, cuando lo diriges o lo diagnosticas; la energía de una persona cuando intentas expresar el impacto que causa en ti…
No hablemos más de energía. Utilicemos el vocabulario que permite describir emociones o, para escribir con propiedad, sentimientos. En una reunión no hay energía baja. Hay aburrimiento, frustración, indiferencia, apatía, reticencia, confusión o letargo. Por ejemplo. Un grupo de personas no tiene una «energía bonita». Tiene serenidad, contento, entusiasmo, exaltación, vitalidad, empatía, interés o curiosidad. Por ejemplo, también.
Las palabras generan pensamiento y muestran pensamiento. Seamos conscientes de que nuestra contribución a cada lugar que pisamos, según mi no demostrada idea, contribuye a lo que el lugar hace sentir a los que lo visitan (o a los que viven o trabajan en él). Pongamos en palabras lo que el lugar nos trasmite y también, más importante, la actitud con la que vamos al lugar. Y si sólo queremos tirar una foto para que nos vean viajados, lo que llevamos es, con seguridad, vacío, y muy posiblemente apresuramiento, indiferencia y distancia. Y esa será nuestra contribución al lugar y al resto de visitantes: con vacío, apresuramiento, indiferencia y distancia estaremos creando una cáscara vacía.
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